jueves, 16 de julio de 2020

El pez frío



Hanako, una joven bella, aunque atolondrada, tenía un amante escrupuloso y pulcro que gustaba de hacer el amor con guantes.  Antes de tocarla, el hombre vigilaba personalmente su baño y exigía que ella se fregara con piedra pómez de pies a cabeza, se depilara hasta el último vello y enjabonara cuanto pliegue y orificio había en su esbelto cuerpo, todo sin una sola palabra de afecto o de aprecio por sus encantos.  Ahora bien, en el jardín de Hanako había un estanque donde vivía una carpa gigante y venerable.  A pesar de sus cuarenta años de existencia, el viejo pez no tenía ninguna de las mañas del meticuloso enamorado de Hanako, por el contrario era fuerte como un atleta y lleno de consideración como deben ser los buenos amantes.  No es raro, por lo mismo, que ella prefiriera su compañía.  La joven solía sentarse a la orilla del agua, llamarlo por su nombre y él subía a la superficie a jugar con ella.  Una noche, después de recibir las higiénicas caricias del hombre con guantes, salió al jardín y se echó a orillas del estanque a llorar.  Atraído por los sollozos, el gigante subió del fondo y acercándose a la mano lánguida que tocaba apenas el agua, le chupó uno a uno los dedos con sus fuertes labios.  Hanako sintió que su piel se erizaba y una sensualidad desconocida la recorría entera, sacudiendola hasta la esencia misma de su ser.  Dejó caer un pie al agua y el pez besó también cada dedo con la misma dedicación, luego la otra mano y el otro pie, y enseguida ella puso las piernas en el estanque y la carpa frotó las escamas de plata de su vientre contra la piel de la muchacha.  Hanako comprendió la invitación y se dejó caer en el barro del estanque, abierta y blanca como como una flor de loto, mientras el atrevido pez rondaba  en torno a ella acariciándola y besándola y obligándola a abrir las piernas y entregarse a sus caricias.  El pez le soltaba chorros de agua por las partes más sensibles y así poco a poco fue ganando terreno conduciéndola por las rutas del placer sublime, un placer que Hanako no había tenido jamás en brazos de hombre alguno y menos, por supuesto, del amante enguantado.

Más tarde ambos reposaron flotando contentos en el barro del estanque bajo el escrutinio de las estrellas.


Lady Onogoro Japón, siglo XI